Espectadores: doce personas que promedian una edad de sesenta años, de nacionalidad norteamericana, y una guía naturalista que baja la media de edad del grupo en proporción interesante, de nacionalidad ecuatoriana (es decir, yo).
Escenario: segunda playa de Punta Suárez, atrás de la señal que dice “stop”, en una planicie inundable en marea alta, rodeada de rocas maravillosamente negras y brillantes.
Sonido: berrinche de pequeños lobos que exigen ser amamantados por sus madres, o por cualquier hembra que se descuide, sumado al rugir de olas que chocan con fuerza contra los guijarros del lado sur de la península. De vez en cuando se escucha un coro de ostreros americanos que anidan en alguna playa cercana.
¿Historia? Pues me sorprendo de poder armarla casi a la perfección. No es que sea adivina, pero una vez visto lo que puede ocurrir con estos actores en tal escenario, se tiene la certeza de que la historia se repite siempre porque así es la vida, la de verdad, la silvestre, donde se es o presa o depredador, donde se nace, se reproduce y se muere, sin demasiado alboroto o crisis existencial. Es decir, en el mundo no humano, esta historia es la de cada día. Antes de que ocurriera, fui capaz de recrear el cuento, para que inmediatamente después, ante la sorpresa de mis pasajeros y tal cual en película de Hollywood, mis palabras cobraran forma en el escenario de la vida misma.
Los piqueros patas azules son juveniles, que apenas han aprendido a volar, pero aún dependen de sus padres. El más intrépido se acerca a la hembra patas azules de patas púrpura (porque la tonalidad de azul varía de individuo en individuo). El pequeño piquero parece conocer bien a esta hembra, porque con toda confianza, que luego se convierte en agresividad, le picotea el buche, la persigue, la acosa intensamente. No cabe duda de que esta hembra es su madre. Tiene las pupilas grandes y en lugar de silbar, como hacen los machos, grazna. Es una hembra.
El otro piquero intenta imitar al primero, por tanto deduzco que debe ser su hermano, o hermana, porque es imposible determinar el sexo de un piquero juvenil, además los piqueros pueden poner hasta tres huevos, y en buenos años criar a los tres polluelos. Si hubo un tercero, ya sus hermanos se encargaron de desplazarlo del nido hace rato; tal vez lo picotearon hasta desangrarlo o se treparon sobre él cuando llegaban los padres con alimento, impidiéndole comer, de tal forma que el más joven (porque para ser el más indefenso debió ser el último en eclosionar) pudo perecer de inanición.
Alimentando a los pequeños
En fin, ahora son dos piqueros que hostigan a su madre. El acoso parece ser necesario para motivar el regurgite. Ella, cautelosa, mira en todas direcciones, se aleja de los jovenzuelos, de vez en cuando los reprende. De pronto agita las alas y despega. Se ha ido; los jóvenes piqueros se quejan brevemente hasta que exhaustos deciden acercarse a una roca que les provee sombra, y callan. Yo sé que la hembra va a regresar. Les digo a mis pasajeros que esperen.
Efectivamente, cinco minutos después, vuelve la hembra piquero patas azules de patas púrpura provocando otra vez el guirigay de los juveniles. En esta ocasión, sin alharacas, expone rápidamente su buche; entonces, el más intrépido salta sobre ella e introduce su propio pico para alimentarse.
Surgido de la nada, aparece un pirata del aire, la fragata, que en segundos maniobra en el espacio para robar del mismo buche de la madre el pez que ella había guardado para su descendencia. Un pedazo se le cae al suelo, los dos pequeños piqueros se abalanzan sobre los restos, pero la fragata macho de buche semi-inflado es más rápida y con su pico en forma de gancho lo retoma en segundos.
Sin embargo, la fragata de cabeza blanca, el juvenil del que desconocemos sexo, arrancha velozmente el pedazo del mismo pico de la fragata macho. Apenas alcanza a arrebatarlo cuando vuelve a caer al suelo. La hembra piquero se abalanza, el piquero más intrépido grazna, el otro observa impávido y hambriento. Delante de todos, la fragata macho reaparece de la nada y atrapa lo que queda del pescado, para desaparecer con la misma rapidez con la que ha llegado.
Reina el silencio. Horas de trabajo zambulléndose en lo profundo no han servido de nada. La hembra piquero patas azules de patas púrpura despega y retorna al océano, a empezar todo otra vez, a buscar ojones o sardinas para comer ella y para sus jovencitos que cada vez exigen más, aunque ya no por mucho más tiempo, están casi listos para irse del nido.
Uno de los piqueros patas azules sin patas azules vuelve a buscar sombra tras la piedra, el otro encuentra una ramita con la que juguetea. Mis pasajeros no pueden creer que todo sea tan simple, que quede allí, sin reflexiones mayores, sin conclusiones trascendentales. Fuimos testigos de un simple episodio en la vida de criaturas silvestres.
Pintura de: Graciela Legarda Brückmann, tomada del blog Colofón
Fuente: La Revista
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