lunes, 2 de agosto de 2010

El bosque de manglar, presente desde las entrañas de Guayaquil


Bajo el puente que une las ciudadelas Kennedy Norte y Urdesa cruza un ramal del estero Salado. Los árboles de mangle son el hogar de las iguanas verdes.

Gabriela Jiménez

Nuestras especies
Guayaquil no es más que un manglar con ínfulas de ciudad”. Es la primera oración de la introducción del tomo tres de la Guía Histórica de Guayaquil, de Julio Estrada Ycaza. La frase resume la historia de un sitio que nació en el cerro Santa Ana, allá por 1547, y que hoy es el cantón más poblado del país.

Población que llegó de todas las regiones a mediados del siglo pasado, allá cuando era un puerto de piratas, saqueos e incendios; allá cuando la fiebre amarilla acababa con familias enteras; allá cuando los esteros fluviales y el Salado eran los únicos límites; allá cuando las raíces de los mangles y el estero dominaban el entorno.

Guayaquil estaba casi cubierta por uno de los cinco ecosistemas más productivos del mundo, el manglar, considerado así por la comunidad científica internacional por ser un sitio de desove y permanencia de cientos de especies de peces, moluscos y crustáceos, así como de anidación de aves endémicas y migratorias, por la ausencia de depredadores.

Esta característica la comparte con las demás provincias de la Costa: Esmeraldas, Manabí, Santa Elena y El Oro, pero es en Guayaquil donde los esteros fluviales y el Salado dominaban largas extensiones de terreno.


En Urdesa Central también hay vestigios de lo que un día cubría la zona, e incluso crecen nuevos troncos de mangle.
Información de la Corporación Coordinadora Nacional para la Defensa del Ecosistema Manglar (C-Condem) refiere que de un total de 1.229 kilómetros de riberas abiertas ecuatorianas, 533 kilómetros estuvieron originalmente bordeados por manglares, y que históricamente este ecosistema ha constituido un pilar de subsistencia para las poblaciones asentadas en sus alrededores.

Los manglares son bosques de transición entre ecosistemas marinos y costeros. En Ecuador, los árboles que predominan son los mangles rojo, en sus dos tipos; negro, blanco, jelí o botón, jiñuelo y ñato. Todos presentes en Guayaquil, en mayor o menor proporción, y en diferentes épocas. Los mangles miden de 10 a 40 metros de altura, los más grandes ya solo quedan en Esmeraldas.

Nancy Hilgert, bióloga especialista en bosques de manglar y directora de la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad Espíritu Santo, explica que este conjunto de naturaleza absorbe los sedimentos de los ríos, y las raíces aéreas (crecen fuera de la tierra) de los mangles están hechas para aguantar las inundaciones provocadas por el alza de las mareas. Además de atrapar dióxido de carbono y producir oxígeno mediante su vegetación.

En Guayaquil, ese entorno fue transformado. En la Guía Histórica presentan que existió una ordenanza que mandaba a talar el manglar, “por vía de la salud y para extender la población”, expedida en 1636 o 1637. Entonces, aquellos que habitaban esta tierra debían enviar a sus esclavos al menos un día a la semana para que rellenaran los esteros fluviales y cortaran las intrincadas raíces del mangle. Los que no tenían esclavos debían contribuir con una cuota de 4 reales a 2 pesos mensuales para el mismo fin.

El historiador Estrada Ycaza describe en su texto que no debería ser sorpresa que nuestros esteros y manglares hayan sufrido incomprensión crónica, pues eran españoles los que la ocupaban, provenientes de una tierra árida por excelencia, y a quienes las intrincadas raíces aéreas del manglar y la variada fauna les parecían peligrosas, sobre todo cuando los cocodrilos, llamados lagartos entonces, se apoderaban de un espacio para tomar el sol o digerir sus alimentos.

Poco a poco, la piel de Guayaquil se fue convirtiendo en sus entrañas. Los árboles de mangle fueron talados y las aguas sepultadas.

El arquitecto Guillermo Argüello, subdecano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Guayaquil y estudioso de la historia arquitectónica de la ciudad, explica que los grandes troncos de mangle fueron usados para la construcción de edificios.

Él estima que la mayoría de las edificaciones de dos, tres y hasta cuatro plantas del suroeste de la ciudad, construidas antes de los años setenta, tienen como cimientos estos gigantes de la naturaleza, el mangle más alto del mundo, que alcanza los 40 metros y que aún existe en Esmeraldas.

Guayaquil se asienta sobre el bosque de manglar y aún puede atisbar su forma original a través del estero Salado, el sobreviviente de 28,08 km², ahora protegido por varios decretos que lo identifican como área de conservación, donde la tala y la explotación irregular están prohibidas, pero que sigue retorciéndose con cada nuevo desecho que enturbia sus aguas.

Pero Hilgert transmite esperanzas. “El manglar es tan maravilloso que lo único que necesita es una oportunidad. Si lo dejan de contaminar, se recupera solo”.


Las garzas continúan llegando al estero Salado.

Los que estuvieron y los que quedan

El ecosistema manglar se caracteriza por abundante lodo y agua, entre dulce y salada. Las raíces aéreas de los mangles, especie característica, convierten al sitio en una guardería de cientos de peces, moluscos, crustáceos, adonde los grandes depredadores no pueden llegar, al menos no en la actualidad.

Los cocodrilos disminuyeron a medida que se cubrían las aguas.
Y las ramas largas y hojas anchas de los mangles se convertían en refugio ideal de reptiles y aves. Ahí es el hogar de otra especie insigne de la ciudad, la iguana verde. Ahí es el hogar de la almeja, jaiba, garza blanca y morena, y hace ya varios lustros también fue el refugio del cocodrilo. Los animales que quedan luchan por desarrollar anticuerpos para la contaminación del agua, por los desechos que llegan a él.

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