Al llegar a la biblioteca constato que, efectivamente, se trata de un piquero patas azules, que por sus propios medios ha entrado desde la popa del barco. La puerta estaba abierta, ¿y por qué no? Inspeccionar, curiosear, andar, quién sabe qué lo llevó hasta adentro. Pero allí estaba, muy cómodo sobre un sofá, como esperando que le trajéramos un cafecito, y dispuesto a leer libros de ajenos parajes, de criaturas distintas a él, de mamíferos, reptiles y pájaros terrestres de extravagantes colores.
Después de todo, no hay nada más agradable que encerrarse un rato en la biblioteca, cualquiera que sea, en el lugar que sea. Los libros transportan a otros tiempos y mundos, son la mejor forma de volar, de vivir magia pura. Y al parecer hasta los piqueros sucumben al encanto de las bibliotecas, al menos este piquero de todos los piqueros de patas azules.
Se corrió la voz, y ahora que el evento había sido constatado por un adulto, los demás hicieron caso. ¿Por que será que los niños tienen tan poca credibilidad, cuando son seres no contaminados aun por las telarañas de una sociedad en que la competencia y el engaño son pan de cada día? Llegaron con sus cámaras, cinco, luego diez, luego veinte. El piquero que originalmente aparentaba estar muy cómodo en su biblioteca comenzó a mostrar señales de nerviosismo. Quería salir, ya no estaba a gusto, era tiempo de ir con los suyos. ¿Pero cómo? Hubo que explicar a los pasajeros que de no evacuar nosotros, el piquero no se atrevería a moverse de su sofá. La gente entendió, abrimos la puerta y le señalamos la ruta por seguir.
Él, muy seguro y elegante, caminó con sobriedad hasta la popa. Afuera, el ambiente era más familiar. El aire puro, la isla a lo lejos, pero, todo tan oscuro; ¿cómo iba a llegar a tierra? Inspeccionó la popa, lentamente, sin miedo. Los curiosos observábamos de lejos, queríamos darle tiempo a que se acostumbrara, y sobre todo, no deseábamos forzarlo a cometer ninguna locura.
Corría el riesgo de despegar, y desorientado en la negritud de la noche, caer en el agua, donde quién sabe qué le podría haber ocurrido. Obviamente que los piqueros, como la mayoría de las aves marinas, logran impermeabilizar sus plumas con aceite de la glándula pineal. Mojarse no era el problema, no se hundiría; pero existía la posibilidad de que se quedara por demasiadas horas en el mar donde podía convertirse en presa fácil para cualquier depredador nocturno.
Por más que intentábamos mantener a los fotógrafos a distancia, la gente seguía llegando. Una cosa es ver a un piquero en tierra, con sus nidos, bailando la danza de cortejo, otra my diferente tenerlo bien instalado en un barco de turismo. Así que decidimos guardarlo de la mirada de curiosos, llevarlo a un rinconcito oscuro donde pudiera pasar la noche tranquilo. En la mañana, con luz, volaría a su isla.
Con mucho cuidado, Antonio Adrián y Aura Banda lo envolvieron en una toalla. Tenían que ser cautos, porque un picotazo de piquero puede ser cosa seria, de puntos y cirugías. Pero el ave se dejó cubrir los ojos y conducir hasta la proa, donde lo pusieron a buen recaudo en una cajita.
La primera cosa que hizo Aura al levantarse fue ir a buscar a su piquero. Ya no estaba, había partido seguramente con la aurora, a encontrar alimento, a agruparse con los suyos, a hacer cosas de piqueros. ¿O será que este patas azules ya no tenía interés en andar con los de su especie? Siempre hay un explorador, en cada grupo, que quiere llegar un poquito más lejos. ¡Y qué más lejos que a la biblioteca de un barco de turismo!
Pintura de: Graciela Legarda Brückmann, tomada del blog Colofón
Fuente: La Revista
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