Desde Las Encantadas
Paula Tagle
nalutagle@eluniverso.com
“Deseo que la gente aprenda a observar, a deducir por sí misma. Que entienda que verdades absolutas no existen, en ningún reino o dominio... Es más importante tener claros los principios generales que explican su evolución”.
Diez turistas y yo observamos cada movimiento. Entiendo que cuando un guía está a cargo, surgen preguntas con la certeza de que él (o ella) tendrá el dominio sobre la totalidad de las respuestas. Pero no existen absolutos, en nada en la vida, y menos en el comportamiento animal.
Podemos albergar ciertas nociones sobre el tiempo de incubación de los huevos, la poliandria de la hembra cormorán, sin embargo, una descripción orquestada del mínimo detalle es imposible.
¿Cuántos minutos cortejan en el agua? ¿Hasta qué profundidad se sumergen durante la danza? ¿Qué es lo que impresiona a la hembra para hacer su elección final? Y es para volverse loco, no precisamente porque no me pueda inventar una respuesta, deducirla con base en lo que he leído o en mi propia experiencia.
Me frustro porque lo que realmente quiero transmitir a los visitantes es que no hay absolutos y que solo a través de largas y detalladas observaciones, de hipótesis probadas o refutadas se puede llegar a una conclusión, y ni siquiera entonces se logrará un dictamen definitivo, porque ciencia es justamente todo lo opuesto a dogma. Además, muchos detalles tampoco tienen relevancia alguna; si incuba un huevo 35 o 36 días, ¿qué diferencia hace?
Importa más bien entender que son los únicos cormoranes no voladores en el mundo, un ejemplo de cómo en aislamiento han perdido su capacidad de volar, tal como ha ocurrido en muchas otras islas, con muchas otras aves. Usando al cormorán áptero como ejemplo, podemos entender los diferentes pasos en el largo camino de la evolución de una especie: los ancestros arribaron hace millones de años, se trataba seguramente de una población pequeña no necesariamente representativa de la población original, eso es el efecto “cuello de botella”.
Si ocurrió una mutación, esta se dispersó rápidamente entre los pocos individuos; si los cambios aportaron ventajas para su supervivencia, se reprodujeron, pasaron sus genes a la siguiente generación, y así sucesivamente la naturaleza fue favoreciendo a aquellos que eran mejores buzos, más pesados, de patas grandes. Pudieron “sacrificar” su capacidad de volar gracias a que en Galápagos su único posible depredador, el gavilán, es poco abundante.
Admito que es tentador improvisar historias: son 17 minutos de danza en el agua. Forman círculos cada vez más cerrados, el macho tras la hembra, la hembra frente al macho, aunque en cierto punto ya no se diferencia quién va atrás de quién.
Componen un corazón con sus largos cuellos casi enlazados, pero de pronto la hembra se zambulle a 12,3 metros, el macho la sigue. Aparecen otra vez a 32 metros del punto original. El círculo empieza a cerrarse. Luego de 13 minutos salen del agua y hacen exactamente lo mismo en tierra, y así sucesivamente durante 6 horas y 22 minutos.
Entonces el macho trae “obsequios”: algas, estrellas marinas, erizos muertos. Ella los acomoda, forma un nido, copulan...”. No es difícil decorar un testimonio basada en mis observaciones de veinte años en las islas. Pero no quiero mentir, dar la impresión de dominar a la naturaleza.
Deseo que la gente aprenda a observar, a deducir por sí misma. Que entienda que verdades absolutas no existen, en ningún reino o dominio, y que si bien es importante instruirse sobre una especie específica, es tanto o más importante tener claros los principios generales que explican su evolución.
¡Es mi absoluta palabra!