Desde Las Encantadas
Paula Tagle
nalutagle@eluniverso.com
Caleta Tagus
“Nunca entendí por qué el interés por saber quiénes habían sido los bárbaros capaces de trepar esos montes pretendiendo alcanzar la inmortalidad pintando sus nombres sobre la piedra. Poco a poco no me tocó más que aprender también la historia de los grafitis”.
Tenía pavor a Caleta Tagus en mis primeras salidas de guianza. El sendero, en época de calor, era una sauna húmeda y viscosa. La vista del lago Darwin siempre divina, pero cada guía tenía su propia versión sobre la formación del mismo, por lo que los pasajeros terminaban mirándome con cara de sospecha, como si les hubiera contado una geológica mentira.
Se veían pinzones, de picos que yo aún no sabía reconocer, y que por tanto intentaba espantar discretamente antes de que los turistas preguntaran la especie. Y las plantas, todas secas, todas iguales para mis ojos no entrenados en seres vivientes, sino más bien en rocas y pliegues.
Luego estaban los grafitis. Nunca entendí por qué el interés por saber quiénes habían sido los bárbaros capaces de trepar esos montes pretendiendo alcanzar la inmortalidad pintando sus nombres sobre la piedra. Poco a poco no me tocó más que aprender también la historia de los grafitis, ya que todos preguntaban, y con el tiempo, incluso llegué a disfrutar de compartir anécdotas como la de Dove, un velero que llegó a Isabela en 1970, con un joven que se convertiría en el primero en dar la vuelta al mundo solo y a vela.
También está el grafito de Lucette, 1972, un barco que fuera atacado por algún tipo de ballena al oeste de Fernandina, hundiéndose por completo en sesenta segundos; iban a bordo un granjero escocés, su esposa y tres hijos, a más de un joven que se les había colado en el último trayecto. Los seis lograron sobrevivir treinta y siete días a la deriva en apenas una balsa salvavidas y una lanchita anexa. Douglas Robertson publicaría su aventura como Vida o muerte en la mar, y existe incluso una película.
Estuve en Tagus otra vez, y ese antiguo sentimiento de desamparo me abordó brevemente; pero en segundos mis ojos ya estaban extasiándose de la belleza y tranquilidad de esta caleta donde anclara Darwin en 1835. A lo largo de la toba de caprichosas formas estaban los amigos lobos y cuatro nidos de cormoranes.
Había montones de pingüinos, por lo menos veinte, nadando por aquí o asoleándose por allá, varios juveniles, lo que es buen signo para una población que enfrenta la extinción. No existen más de 1.400 individuos en el mundo, ya que el pingüino de Galápagos es único a las islas.
A las 17:50, todos los piqueros de patas azules del área decidieron volar. Venían de volcán Beagle, de la orilla, de la lava costera, venían del sur y seguían, muy resueltos, hacia el norte. Nos abrimos con la embarcación Zodiac a investigar su destino, pero solo alcanzamos a divisar esta larga línea de criaturas aladas con alguna desconocida urgencia de llegar a algún desconocido lugar.
Los colores de la roca al atardecer, el mar tranquilo como espejo, los piqueros imparables, pingüinos en abundancia, la historia de tantos que han navegado estas aguas, en fin, qué maravilla volver a Caleta Tagus después de un montón de años.
Se veían pinzones, de picos que yo aún no sabía reconocer, y que por tanto intentaba espantar discretamente antes de que los turistas preguntaran la especie. Y las plantas, todas secas, todas iguales para mis ojos no entrenados en seres vivientes, sino más bien en rocas y pliegues.
Luego estaban los grafitis. Nunca entendí por qué el interés por saber quiénes habían sido los bárbaros capaces de trepar esos montes pretendiendo alcanzar la inmortalidad pintando sus nombres sobre la piedra. Poco a poco no me tocó más que aprender también la historia de los grafitis, ya que todos preguntaban, y con el tiempo, incluso llegué a disfrutar de compartir anécdotas como la de Dove, un velero que llegó a Isabela en 1970, con un joven que se convertiría en el primero en dar la vuelta al mundo solo y a vela.
También está el grafito de Lucette, 1972, un barco que fuera atacado por algún tipo de ballena al oeste de Fernandina, hundiéndose por completo en sesenta segundos; iban a bordo un granjero escocés, su esposa y tres hijos, a más de un joven que se les había colado en el último trayecto. Los seis lograron sobrevivir treinta y siete días a la deriva en apenas una balsa salvavidas y una lanchita anexa. Douglas Robertson publicaría su aventura como Vida o muerte en la mar, y existe incluso una película.
Estuve en Tagus otra vez, y ese antiguo sentimiento de desamparo me abordó brevemente; pero en segundos mis ojos ya estaban extasiándose de la belleza y tranquilidad de esta caleta donde anclara Darwin en 1835. A lo largo de la toba de caprichosas formas estaban los amigos lobos y cuatro nidos de cormoranes.
Había montones de pingüinos, por lo menos veinte, nadando por aquí o asoleándose por allá, varios juveniles, lo que es buen signo para una población que enfrenta la extinción. No existen más de 1.400 individuos en el mundo, ya que el pingüino de Galápagos es único a las islas.
A las 17:50, todos los piqueros de patas azules del área decidieron volar. Venían de volcán Beagle, de la orilla, de la lava costera, venían del sur y seguían, muy resueltos, hacia el norte. Nos abrimos con la embarcación Zodiac a investigar su destino, pero solo alcanzamos a divisar esta larga línea de criaturas aladas con alguna desconocida urgencia de llegar a algún desconocido lugar.
Los colores de la roca al atardecer, el mar tranquilo como espejo, los piqueros imparables, pingüinos en abundancia, la historia de tantos que han navegado estas aguas, en fin, qué maravilla volver a Caleta Tagus después de un montón de años.
Fuente: La Revista Guayaquil, Ecuador
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