sábado, 25 de mayo de 2013

Pájaros ostreros

El ostrero americano tiene un pico largo y rojo anaranjado.

Desde Las Encantadas
Paula Tagle Saad

La pareja de Galápagos

“A través de los pájaros entendemos y apreciamos el medio ambiente. Los ostreros fueron mi primera especie favorita. Un par de ostreros se robaron mi corazón”.

Una de las aves que más me impresionó cuando descubrí mi pasión por los seres alados fue el ostrero americano.

Para mí, veinte años atrás, el observar pájaros era tarea de locos. No entendía la obsesión de andar con binoculares tratando de identificar los colores de la panza o del cuello de un pajarito fugaz. Había tantas otras cosas que descubrir, que me parecía un antojo neurótico ese de querer tachar todas las especies de una lista de aves.

Poco a poco le fui cogiendo el gusto, y hoy me parece una afición encantadora. Desarrolla el sentido de observación al máximo, además, qué puede ser más inofensivo para la naturaleza que un humano mirando hacia la copa de los árboles; peligroso eso sí para el humano, que suele tropezarse por no fijarse por dónde pisa. Sobre todo, a través de los pájaros entendemos y apreciamos el medio ambiente.

Así que, volviendo a los ostreros, ellos fueron mi primera especie favorita. No así los piqueros patas azules, que cubrían bulliciosos los senderos, o los de Nazca, con sus comportamientos fratricidas, también abundantes; a mí me atrajeron los colores sencillos y contundentes del ostrero, pancita blanca, cuello y alas negros y pico extremadamente rojo. Fueron un par de ostreros los que se robaron mi corazón. Nunca les di nombre, pero sí a sus sucesivos polluelos que me tocó ver desarrollarse desde que fueran huevos.

Los ostreros son monógamos, así que por tres años seguí de cerca la vida de esta misma pareja que habitaba Puerto Egas, en la isla Santiago. Cuando descubrimos su primer nido, lo rodeamos de una pequeña muralla de lava, para que nadie se confundiera caminando sobre los huevitos; un nido de ostrero está conformado simplemente por unas cuantas piedritas amontonadas, sin mayor orden, y los huevos son blancos salpicados de puntitos negros, que así están camuflados contra predadores, pero no a prueba de despistados.

Del primer nido nacieron Christian y Tavito, así los llamé y así los quise por más de seis meses, en que cada semana los encontraba a lo largo de la costa de Puerto Egas junto con sus padres. Al principio tanto el macho como la hembra les traían pedacitos de erizo, pero luego se iba la familia entera a buscar sayapas o cualquier criatura de entre mareas. Tienen el pico tan fuerte que pueden incluso abrir ostras, pero en Galápagos su dieta consiste básicamente en cangrejos y erizos.

Y así, en mi primer año de guía en las islas, gasté cientos de rollos (porque era época de rollos) en la evolución de Christian y Tavito. Una preciosura de pequeños, que nacieron ya con plumón y patas fuertes para caminar, y se convirtieron en hermosos adultos, que un día no estuvieron más.

Al año siguiente, la misma pareja tuvo a Ramita, y en su tercer año, a pesar de haber puesto dos huevos, solo sobrevivió Tavito II. Luego me fui de las Encantadas por un tiempo y me perdí de seguir esta historia de amor. Sin embargo, como los ostreros pueden vivir hasta veinte años y suelen ser fieles a su territorio, tengo la ligera sospecha de que aquella pareja que sigo observando en las costas de Santiago se trata de mis viejos amigos, aquellos que despertaron en mí el cariño por las aves.
Fuente: La Revista Guayaquil, Ecuador

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